Despertares


Se despertó recién afeitado.
El corte junto a la oreja le convenció de que la narcolepsia empezaba a ser un problema.

Hora punta


El vagón de metro está abarrotado. Hora punta en Madrid. Las miradas, fijas en las pantallas de los móviles. Hay quien lee, pero es difícil sujetar un libro cuando tan sólo unos pocos centímetros te separan de quienes te rodean. Yo prefiero observar.

Las caras grises que me rodean delatan el cansancio de mis compañeros de viaje. No es sólo el sueño de la mañana el que se asoma a sus ojos, hay algo más. Algo que ha crecido en los últimos años, y de lo que muy pocos se salvan. Yo no me cuento entre los afortunados. Una sábana de desánimo ha caído sobre nosotros y peleamos por salir de debajo de ella, sin encontrar un agujero por el que escapar. Con cada vuelta que damos buscando un resquicio de luz, nos enredamos más y más en la tela.

Una mujer recorre el tren, rogando con voz lastimera unas monedas que sólo un par de personas le ofrecen. "Imaginen el día que estén ustedes en mi lugar", repite. Y en las caras de algunos de los presentes se lee el miedo a que esta velada amenaza sea demasiado real.

Sobre el silencio que esta mujer deja a su paso por el vagón, cae otro silencio. El de las pantallas que a lo largo del tren ofrecen información y entretenimiento a unos pasajeros que apenas las miran. Ahora mismo, muestran a un hombre sonriente frente a un micrófono. "Emilio Botín. Banco Santander.", reza el rótulo que le acompaña. Su identificación desaparece para subtitular sus palabras: "Está llegando dinero a España por todas partes".

Que alguien pare el tren, por favor, que yo me bajo.


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Nuestro último encuentro


En el momento en el que crucé la puerta, supe que por fin iba a suceder. El instante que había esperado durante años estaba a punto de presentarse ante mí. Dentro de unos minutos, ella cuzaría aquel mismo umbral con su vestido azul de flores. Sabía que se iba a sentar en la mesa junto a la ventana, y escogí la más próxima para mí.

Mientras esperaba, llené el silencio con la lectura del diario en el que recogía todos los momentos que habíamos compartido. Muchos recuerdos, cuidadosamente ordenados. Sólo una página en blanco. La primera de todas. La que esperaba completar hoy.

La puerta se abrió en el momento preciso. Allí estaba ella, nunca la había visto tan joven. Después de una vida juntos, por fin me conocería.

Pacientemente, esperé a que pidiese su café. Con espuma, como tantas veces le había visto hacer. El primer sorbo dejó una marca sobre su labio, que apresuradamente limpió con la servilleta. Antes de darle tiempo a coger el libro que reposaba sobre la mesa, me acerqué a ella.

- Hola, Julia.

No fue temor a un desconocido lo que asomó a sus ojos. Fue curiosidad. La misma curiosidad que me cautivó hace tantos años.

- Puede sonarte raro, pero la última vez que te vi, ya estabas muerta. Fue un funeral bonito, ¿sabes? Todos nuestros amigos estaban allí... 

La curiosidad en sus ojos iba en aumento. Ahora sé que me tomó por loco, ella misma me lo confesó en nuestro siguiente encuentro.
 
- Sé que no es fácil de comprender, tampoco espero que lo hagas ahora. Este momento, en el que tú me ves por primera vez, será para mí nuestra última reunión. La linealidad temporal nunca ha sido lo mío. Pero eso ya lo descubrirás. Tienes por delante mucho tiempo para aceptarlo. 
No puedo adelantarte nada más de nuestra historia. La tengo toda aquí recogida, ¿sabes? No te dejaré leerla, pero si aceptas, la viviré junto a ti. Te prometo que será maravillosa. 

Lo sé, porque la he vivido.

Todo un gentleman


Un gentleman siempre debe ser un gentleman. Ante todo, no hay que perder las maneras. Si bien es cierto que es más fácil salir airoso de la barra de un bar de postín que de situaciones como ésta, no siempre podemos reducir todo a saber pedir un Martini. 

El traje, planchado. El reloj, en hora. Y en los labios, las palabras adecuadas. Nada de gritos, nada de aspavientos.

Así que ahora que veo cómo pendo sobre el Támesis con mis pies encerrados en un bloque de cemento, no ofreceré a mis captores un espectáculo de súplicas y lamentos. No. En su lugar, corrijo la posición de mi pajarita, les dedico mi sonrisa más encantadora, y pronuncio las que serán mis últimas palabras:

- Adoro bucear.

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Vía sólo hay una


Es gracioso ver cómo te asemejas a un gatito ronroneante cuando él te acaricia el pelo. Los ojos cerrados, la sonrisa relajada, y todo tu cuerpo estirándose de placer. Parece mentira que tan sólo cinco dedos sobre tu cabeza sean capaces de acercarte tanto al cielo.
 
Tú, y él. No importa nada fuera de vuestro mundo transparente. Veis nevar, pero bajo la manta que os cubre, el mal tiempo parece no existir. Habláis, pero las palabras parecen sobrar. Son vuestros ojos los que cuentan vuestra historia. Entre parpadeo y parpadeo, mil aventuras soñadas; cientos de viajes a lugares que sólo vosotros conocéis; decenas de vivencias inolvidables. Todo esto, en vuestras miradas.

Son estos momentos los que te gustaría guardar en un baúl para conservarlos por siempre. Pero tampoco te hace falta, piensas. No se van a ir a ningún lado. En vuestra burbuja, todo está a salvo del tiempo. Las estaciones parecen haberse olvidado de vosotros. Eterno invierno. Cuando empieza a nevar, todo regresa al principio. Los dedos sobre tu cabeza. La manta. La nieve.

Siempre nieva ahí fuera. Fuera de vuestra manta, dentro de vuestra burbuja.

Y os volvéis a mirar. Porque para salir de aquí, de vuestra pequeña bola de cristal, vía hay sólo una: soñar.


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En algún lugar, un árbol de post-its.
Bajo él, un muchacho. 
En cada nota, una frase.
En cada frase, una lección.

Una de las hojas cae.

<Añorar el pasado es correr tras el viento>

El muchacho comprende.

Llora por lo que nunca podrá recuperar.

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No estamos para bromas


Se alegra de que los zapatos sean un par de tallas más grandes de lo que un pie como el suyo necesitaría. Cuando el calor abrasa en verano, la brisa corre entre la piel que un día perteneció a algún animal y la suya propia, y durante el frío invierno, unos periódicos apretados contra el fondo consiguen que casi pueda olvidar los agujeros de las suelas. 

Lo que sí le gustaría es que los colores del abrigo hubieran permanecido más vivos, es demasiado fácil pasar desapercibido cuando el color de su ropa se funde con el de la acera. Pero todo el tiempo que ha pasado sobre ésta ha acumulado tanto polvo y suciedad sobre la tela, que ya es parte de ella.

Afortunadamente, lo que aun puede hacer cada mañana es recuperar la sonrisa que desde hace tantos años ha visto reflejada en el espejo. Lo ha convertido en un ritual, parte de lo que le permite conservar la rutina en su vida desprovista de horarios laborales o una apretada agenda. Cualquier escaparate es suficiente para devolverle su propia imagen, mientras con pulso firme dibuja en rojo la expresión que sus labios ya no son capaces de mostrar.

Frente a él, un canastillo con unas pocas monedas, la mayor parte de ellas de tan poco valor, que fueron olvidadas en el fondo de algún bolsillo hasta que su propietario decidió que pesaban demasiado. La risa ya no está de moda. Precisamente cuando es más necesaria, cuando podría aliviar los problemas de los que todos nos quejamos, se escucha demasiado que, "con esta crisis, no estamos para bromas".

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Somos cómplices de esta locura


Me hundo en sus ojos buscando la culpa en su interior. No es difícil de encontrar, porque tampoco pretende ocultarla. Pero no me siento aliviada. A quién quiero engañar, somos cómplices de esta locura. Mi reflejo me devuelve la mirada, igual de acusadora.

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