A Julia le gustaba correr por el pasillo. Cada vez que su madre la llamaba para cenar, recoger su cuarto o cepillarse los dientes, avanzaba por el corredor disfrutando cada paso o brinco que daba. A veces incluso, lo recorría sin razón alguna, arriba y abajo hasta que alguien la reprendía.
Lo que los adultos no sabían es que, lo que más le gustaba de aquel pedacito de su casa, era la ausencia de obstáculos. Si Julia tenía algo claro sobre sí misma, es que era bastante torpe. Y cuando digo torpe, me refiero a que no había mueble de la casa con el que la niña no hubiera chocado. Era usual que su piel mostrase moratones provocados por aquellos encontronazos, aunque había ocasiones en las que ni ella misma podía recordar cuál de las piezas que decoraban la casa era la responsable.
Julia soñaba con espacios abiertos, en los que moverse sin miedo a tropezar. Tenía muy claro que su casa no tendría muebles. O si los tenía, serían suaves como nubes, igual que los peluches que reunía en su cuarto. Pero hasta que su hucha engordase lo suficiente como para comprarse el hogar de sus sueños, debería aprender a vivir en aquel lugar.
A menudo, tras leer algún libro en su cuarto, se quedaba absorta mirando al techo, imaginando las aventuras que ella misma tendría si pudiera viajar a aquellos mundos maravillosos. En una de aquellas ensoñaciones, cayó en la cuenta de que el techo de su habitación presentaba exactamente la misma planta que el suelo. Las mismas esquinas, la puerta en el mismo lugar, y la ventana a la que asomarse para ver el jardín. Y, lo que era aún mejor, no tenía muebles. Salvo la pequeña lámpara que colgaba en el centro, claro, que sería fácilmente esquivable, con tanto espacio libre a su alrededor. Así que, decididamente, dio un brinco y se plantó allí arriba.
Al principio, la sensación del pelo cayendo hacia abajo la sorprendió un poco, pero en cuanto lo recogió sobre la nuca, el problema desapareció. La sensación era asombrosa. Podía recorrer su cuarto saltando y brincando por el techo, sin miedo a chocarse con nada. Al principio limitó su exploración al espacio entre las cuatro paredes de la habitación, pero al rato se aventuró a salir al pasillo. Y de allí a la cocina, el comedor, el salón... Pudo recorrer toda la casa sin chocarse una sola vez. Cruzar las puertas era algo más difícil, pero las ventajas superaban con creces aquel problema.
A sus padres les costó aceptar aquella manía de la niña, claro está, pero con el tiempo comprendieron que así era como debía ser. Julia pasaba las horas muertas en el techo de su dormitorio, leyendo, dibujando, e incluso durmiendo sobre una montaña de cojines si el sueño la sorprendía allí arriba.
El único problema que aquella costumbre tenía, era que sus amigos no la podían acompañar. Inexplicablemente, ellos eran incapaces de encaramarse al techo de un salto, y si lo intentaban con una escalera, al poco rato se cansaban y debían bajar. Julia necesitaba desesperadamente un nuevo amigo.
Afortunadamente, cuando llegó el verano, una nueva familia se mudó a la casa de enfrente. La niña observó el ir y venir de cajas y muebles durante un par de días. Se trataba de una pareja joven, como sus propios padres, con un niño de su misma edad. Con la curiosidad propia de la infancia, Julia se pegó al cristal de su ventana durante tardes enteras, intentando averiguar más de aquellos nuevos vecinos. Su cabeza aparecía en la parte superior del cristal, empañando el cristal con su respiración.
Cuál sería su sorpresa al ver en la ventana de enfrente otra cabeza igual de curiosa que la suya, e igual de encaramada al techo. La amistad surgió al instante, a pesar de la distancia. Se llamaba David. Venía de una ciudad del norte. Y tenía debilidad por Peter Pan. De todo esto se enteró Julia gracias al sistema de comunicación que inventaron, consistente en una cuerdecilla tendida entre las dos casas, a través de la que deslizaban sus cartas. También intercambiaron sus libros, y durante semanas compartieron sus sueños de aventuras.
El plan de fuga no tardó mucho tiempo en estar diseñado, pero debían encontrar el momento perfecto. Éste llegó a principios de agosto, durante una noche despejada. El resto de niños había acudido con sus padres al parque, donde habían apagado las farolas para permitir disfrutar de la lluvia de estrellas. Pero ellos no se conformaban con verlas desde el suelo. Allí arriba no había obstáculos, tan sólo nubes suaves, gotas de lluvia y la isla de Nunca Jamás.
Cada uno llevaba una mochila, cargada de libros y galletas. Abrieron las ventanas, sacaron primero un pie y después el otro, y, poco a poco, suavemente, se dejaron caer hacia el cielo, impacientes por descubrir qué aventuras les esperaban allá arriba.